El viajero que llega a Teruel, pequeña capital de provincia
rodeada de un hermoso y áspero paisaje de colinas y barrancos, dividida por el
profundo tajo del río Turia, de inmediato se siente asombrado ante la belleza de
varias torres que emergen del perfil de la ciudad. Destacando contra el cielo
del Bajo Aragón, puede apreciar cuatro esplendidas muestras del arte mudéjar: La
Catedral, San Pedro, San Salvador y la postrer de la Merced invitan a subir y
admirar fachadas e interiores.
En la obligada visita a la iglesia de
San Pedro, sorprende encontrar en uno de sus anexos un moderno sepulcro
realizado en alabastro cuyo motivo es, sin duda alguna, profano; contemplamos
dos sepulturas, adornadas con sendas figuras yacentes, mujer y varón, ambos
jóvenes, captados en el momento final en que pretenden entrelazar sus manos, en
un intento de permanecer unidos en la eternidad.
El monumento, esculpido en 1956 por Juan
de Ávalos, es un homenaje que la ciudad rinde a dos de sus conciudadanos más
universales: Isabel de Segura y Diego Marcilla, a quienes, quizá para que
pudiesen gozar en el recuerdo lo que no lograron en vida, han sido unidos para
siempre en un único nombre: Los Amantes de Teruel.
No es esta la única leyenda sobre amores trágicos que recoge la
memoria popular turolense, ¿acaso la dura geografía propicia pasiones igualmente
extremas? Pero, sin duda, Isabel y Diego se han erigido en el paradigma de amor
imposible llevado a sus últimas consecuencias.
Existen múltiples versiones de la trágica historia, la mayoría
difieren en los detalles, pero conservan lo esencial del argumento:
A principios del siglo XIII, viven
en Teruel dos familias, probablemente hidalgas y, por lo que se sabe, en buena
armonía. Mientras que los Segura disfrutaban de una posición económica
acomodada, los Marcilla no parece que tuviesen tal suerte. Isabel de Segura,
heredera de los primeros, y Diego Marcilla, segundón de la otra, eran dos
jóvenes de parecida edad, se conocían desde niños, jugaron juntos y al llegar a
la adolescencia trocaron amistad por un profundo amor.
En su momento, de común acuerdo con su amada, el joven solicitó la mano de Isabel. D. Pedro de Segura, padre de la novia, se opuso tajantemente, alegando la falta de recursos de los Marcilla, que en el caso de Diego estaba agravada por la legislación civil: la herencia familiar, escasa o abundante, pasará íntegra al hermano primogénito.
Ante esta negativa, Diego Marcilla solicita de D. Pedro, un plazo de cinco años para intentar mejorar su suerte. Estamos en el Aragón de la Reconquista, el poder almohade acaba de ser destrozado en forma definitiva en las Navas de Tolosa; ahora, el territorio controlado por los musulmanes aparece como presa fácil para el empuje cristiano, está al alcance de la mano de guerreros afortunados conseguir riqueza y honor. El tesón de los novios vence la inicial reticencia paterna y se consigue el acuerdo; de inmediato el joven parte a la guerra.
Pasan los cinco años y Diego no regresa ¿habrá muerto en el empeño? ¿será que olvidó su promesa?. La falta de noticias autoriza al padre de Isabel para, sin faltar a su palabra, concertar la boda de su hija con D. Pedro Fernández de Azagra, hermano del señor de Albarracín, cuya familia es probablemente la más acaudalada y poderosa de la frontera.
El día de la boda, a celebrar en la principal iglesia de la ciudad, todo Teruel se encuentra en fiestas, no en balde se están uniendo dos familias de lo más notable. Un jinete cruza la muralla a través del portillo de la Andaquilla, extrañado por el alegre ambiente que reina en las calles, pregunta la causa y al oír la respuesta su rostro palidece, corre hacia la iglesia, atraviesa la nave principal, y llega a los pies del altar mayor justo a tiempo para escuchar la bendición del sacerdote a los recién casados.
Se trata, como era de imaginar, de D. Diego, ahora rico y ennoblecido por su valor y decisión en el campo de batalla. Ante lo inevitable de su suerte, solicita de Isabel un único beso de despedida; la reciente esposa, haciendo honor a su nuevo estado, se lo niega y el infeliz amador cae muerto, ¡fulminado a sus pies!
Al día siguiente, tienen lugar los funerales por el desgraciado guerrero. En mitad de la ceremonia aparece una dama ataviada de riguroso luto, que acercándose al catafalco, donde se expone al fallecido, le besa y a continuación cae muerta a su lado. Es Isabel, quien no ha podido sobrevivir a aquella única prueba de amor.
Las tres familias afectadas, con una profunda impresión por el imprevisto desenlace, una vez superado el horror inicial, deciden enterrarlos juntos, en la nave de la misma iglesia donde ha culminado la tragedia.
En su momento, de común acuerdo con su amada, el joven solicitó la mano de Isabel. D. Pedro de Segura, padre de la novia, se opuso tajantemente, alegando la falta de recursos de los Marcilla, que en el caso de Diego estaba agravada por la legislación civil: la herencia familiar, escasa o abundante, pasará íntegra al hermano primogénito.
Ante esta negativa, Diego Marcilla solicita de D. Pedro, un plazo de cinco años para intentar mejorar su suerte. Estamos en el Aragón de la Reconquista, el poder almohade acaba de ser destrozado en forma definitiva en las Navas de Tolosa; ahora, el territorio controlado por los musulmanes aparece como presa fácil para el empuje cristiano, está al alcance de la mano de guerreros afortunados conseguir riqueza y honor. El tesón de los novios vence la inicial reticencia paterna y se consigue el acuerdo; de inmediato el joven parte a la guerra.
Pasan los cinco años y Diego no regresa ¿habrá muerto en el empeño? ¿será que olvidó su promesa?. La falta de noticias autoriza al padre de Isabel para, sin faltar a su palabra, concertar la boda de su hija con D. Pedro Fernández de Azagra, hermano del señor de Albarracín, cuya familia es probablemente la más acaudalada y poderosa de la frontera.
El día de la boda, a celebrar en la principal iglesia de la ciudad, todo Teruel se encuentra en fiestas, no en balde se están uniendo dos familias de lo más notable. Un jinete cruza la muralla a través del portillo de la Andaquilla, extrañado por el alegre ambiente que reina en las calles, pregunta la causa y al oír la respuesta su rostro palidece, corre hacia la iglesia, atraviesa la nave principal, y llega a los pies del altar mayor justo a tiempo para escuchar la bendición del sacerdote a los recién casados.
Se trata, como era de imaginar, de D. Diego, ahora rico y ennoblecido por su valor y decisión en el campo de batalla. Ante lo inevitable de su suerte, solicita de Isabel un único beso de despedida; la reciente esposa, haciendo honor a su nuevo estado, se lo niega y el infeliz amador cae muerto, ¡fulminado a sus pies!
Al día siguiente, tienen lugar los funerales por el desgraciado guerrero. En mitad de la ceremonia aparece una dama ataviada de riguroso luto, que acercándose al catafalco, donde se expone al fallecido, le besa y a continuación cae muerta a su lado. Es Isabel, quien no ha podido sobrevivir a aquella única prueba de amor.
Las tres familias afectadas, con una profunda impresión por el imprevisto desenlace, una vez superado el horror inicial, deciden enterrarlos juntos, en la nave de la misma iglesia donde ha culminado la tragedia.
¿Leyenda o realidad? Es difícil responder. Los numerosos estudios –
no todos objetivos ni desinteresados - parecen alimentar la segunda hipótesis.
Existe un acta notarial fechada en 1619 que atestiguan una exhumación realizada
en 1555 durante unas obras en la iglesia de San Pedro. Enterrados bajo el
pavimento aparecen los cadáveres de un varón y una mujer, que son los restos que
ahora reposan bajo el mausoleo de Juan de Ávalos. Los resultados de los análisis
realizados en el año 2004 corroboran el origen medieval, aunque con ciertas
discrepancias según las diferentes muestras. Mientras que algunas apuntan a
1260 como antigüedad máxima, con un margen de error de unos cuarenta años, en
buena armonía con la fecha de 1217, donde varias crónicas sitúan los hechos;
otras las datan entre los siglos XIV y XV. Una plausible explicación sería la
posible contaminación con otras fuentes ocurridas durante algún traslado o
levantamiento no registrado.
Parece cierto que al descubrirse los cadáveres, de inmediato fueron
atribuidos a Los Amantes de Teruel. Esta reacción popular probaría que ya en
aquella lejana fecha existía una fuerte tradición oral sobre la veracidad de la
leyenda. Tradición que fue recogida en forma literaria por primera vez en el
drama “Los Amantes”, del autor valenciano Rey de Artieda, impreso en 1581, pero
probablemente escrito con anterioridad.
Con Rey de Artieda comienza una larga compilación teatral: Tirso
de Molina; Moreno Carbonero; Hartzembusch, cuya versión romántica, estrenada en
1837, es quizá la más difundida; sin olvidar el género lírico, donde el
compositor Tomás Bretón estrena en 1889 “Gli Amanti di Teruel”, de la que diez
años después realiza la versión en español, son los principales exponentes de
esta corriente. Las diferentes versiones adornan la acción con distintos
episodios periféricos, según el gusto de cada época, pero el esquema
fundamental, responde al narrado anteriormente.
Para terminar, permítase una breve reflexión personal. Impresiona
que sea la pura fatalidad quien decide el destino de los amantes. Todos los
personajes, incluido D. Pedro de Segura, tienen un comportamiento razonable. Al
final, el tiempo se erige en autentico protagonista de la tragedia. No existen
enemigos declarados que se opongan explícitamente a la felicidad de la pareja;
circunstancia que difiere notablemente de otras historias análogas: D. Pedro y
Dª Inés de Castro, por ejemplo, pero esto es ya argumento de otro
relato.
José Andrés Martínez
Collado Villalba, Marzo de 2005
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